Autobiografia de MIguel Ángel Juárez Franco









SUEÑOS DE LIBERTAD
(Primera parte)
Autobiografía






Miguel Ángel Juárez Franco


Dos horas antes de que yo naciera mi abuela Juana fue abordada por un militar que le dijo que le ayudaba con la bolsa del mandado para atravesar la avenida.
Con cierto temor, porque le había llamado güerita linda, mi abuela accedió y ayudada por aquel hombre vestido de impecable traje verde olivo cruzó San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas, una de las principales avenidas de la Ciudad de México.
 Llegó espantada, pero logró el cometido de llevar unos pañales, un poco de fruta y gelatinas para que mi madre pudiera comer algo, pues llevaba varias horas sin probar alimento, y estaban a nada de iniciar las labores de parto para que yo naciera.
Toda su vida mi abuela me platicó aquel episodio y que había cientos de militares en la calle en aquel momento por toda la zona. Por alguna razón, que siempre desconocí, mi abuela me decía que los militares estaban allí para ayudar a preservar la libertad. Toda la vida me he preguntado qué significa esa palabra.   
El día anterior, los estudiantes de la vocacional 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional, habían apedreado la preparatoria Isacc Ochotorena, de la Universidad Nacional Autónoma de México, y se había generado una gresca que derivó en la intervención de los cuerpos de granaderos y provocó daños en inmuebles y en vehículos.
Así que ese 23 de julio de 1968, justo a unas horas de mi nacimiento, mi abuela alcanzó a pasar por una zona que más tarde se convertiría en un campo de enfrentamiento entre estudiantes, pandilleros, porros, granaderos y policías durante más de tres horas.
Al filo de las dos de la tarde de ese día, mientras mi madre me daba a luz, a unos dos kilómetros al lado, unos doscientos granaderos del Distrito Federal lanzaban bombas lacrimógenas en escuelas y a su paso, reprimían y golpeaban brutalmente a maestros, alumnos y empleados.
Al mismo tiempo que iniciaba mi vida y daba yo mi primer llanto en el planeta tierra, mi primer grito de libertad iniciaba también, con los estudiantes reprimidos, un proceso de transformación libertaria profunda en el País. Sin duda marcaron los tiempos por venir.
 Mi madre, Adela Franco Rosas, una ama de casa, de 25 años y mi padre, Miguel Juárez Carrillo, de 32 años, carpintero, no sabían lo que había pasado aquella tarde en la capital del País.
De hecho, eso no importaba, sino que ya se encontraba presente en sus vidas su segundo hijo varón.
Sin pensarlo mucho decidieron llamarme Miguel Ángel, aunque algún tío sugirió llamarme Olimpo en honor a las olimpiadas que se celebrarían en el mes de octubre, y que ya eran todo un acontecimiento deportivo y cultural en la capital del país.
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A lo largo de mi vida he acuñado una palabra para explicar coincidencias, importantes, afortunadas o determinantes, Diosidencias.
Fue una el haber nacido justo el día que inició un grito de libertad que tardó 50 años en llegar al poder de la República en México con la derrota del régimen político priista. La otra gran Diosidencia fue haber vivido los primeros dos años en donde, se dice, se conspiró para derrocar al Virrey que encarceló a Don Miguel Hidalgo y Costilla, para mi el más importante prócer de la patria y símbolo de la libertad y de la independencia.
A veces, como parte de este sueño de libertad, pienso que los seres humanos nos impregnamos del pasado y de lo ocurrido en los lugares donde vivimos y que hay cosas que por alguna razón inexplicable deben impregnarse de forma invisible en nuestro ser ¿Por qué? ¿Para qué? No lo sé.
Eso creo que ocurrió en esa vivienda en la que pasé mis primeros dos años y aprendí a caminar. Me impregné de un espíritu de libertad, de fiesta y de (quizá es incorrecto que yo lo diga, pero lo diré), misericordia.
 A ciencia cierta no se cómo llegamos allí.
En las largas horas que pasé debajo del banco de madera en el que mi padre cepillaba las tablas y armaba puertas, anaqueles, sillas y cualquier mueble que le pidieran, escuché de él que varios estudiantes de Tamiahua, Veracruz,  pueblo del que es originaria mi madre, ya vivían allí y que, cuando él,  mi mamá, mis tíos y mi abuela decidieron  probar suerte en el Distrito Federal, la vecindad de Lazarín del Toro fue el primer lugar al que se les ocurrió llegar.
Así que mis dos primero años de vida vivimos en ese lugar ubicado en el Barrio de la Lagunilla, que sirvió hacia el siglo 16 como sede de la Iglesia de la Misericordia y   que además de servir para culto religioso se usaba para enterrar a los criminales y no tanto que eran ejecutados en la Plaza Mayor muy cerca de allí.
La iglesia recibió su nombre por una escultura de un Cristo Crucificado que se guardaba ahí y que era llevada por la cofradía de la Doctrina Cristiana para acompañar a los reos que iban a ser ejecutados y posteriormente era regresada a la iglesia junto con el cadáver del reo para ser enterrado.
El lugar donde dije por primera vez papá, mamá, era una vecindad que se construyó luego de que un terremoto había destruido la Iglesia, un hospital anexo, una casa de ayuda a mujeres y, el hogar de doña María Rodríguez del Toro Lazarín, quién acostumbraba, junto con su esposo, también de nombre Miguel, hacer tertulias literarias con liberales e insurgentes que simpatizaban con la independencia de México.
Esa diosidencia ha retumbado en mi mente, sobre todo cuando intentando descubrir mi origen durante la adolescencia me enteré que en esa vivienda, un 8 de abril de 1811, quienes acudían a la tertulia se enteraron que don Miguel Hidalgo había sido detenido, y se desanimaron y prácticamente dieron por concluida la lucha por la independencia de no ser porque la dueña de la casa, doña María del Toro Rodríguez Lazarín,  arengó a todos a continuar el movimiento y a conspirar contra el Virrey y les dijo:
“¿Qué sucede, señores? ¿No hay otros hombres en América aparte de los generales que han caído prisioneros? ¡Libertad a los prisioneros!¡Tomemos al virrey, ahorquémoslo!”
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Tuve una nana. Doña Pachita.
La recuerdo vagamente. ¿Qué puede recordar de su etapa de bebé un hombre luego de 50 años de vida? Aunque si la tuviera enfrente estoy seguro de que la reconocería. Pachita le ayudaba a mi madre a cuidarme en lo que ella y mi abuela lavaban la ropa a mis tíos Alvis, Nacho y Timo, y a mi padre y hacían la comida diariamente,
Los recuerdos también son emociones. Por ejemplo, recuerdo que Pachita me quería. De aquellos dos primero años no más.
Decía mi padre que vivíamos hacinados en Lazarín del Toro (nunca hemos dicho del Toro Lazarín como debiera) y que no eran las mejores condiciones.
Mi tío Nacho, que para ese entonces trabajaba en un taller de troqueles, caminando por las calles de la Merced, escuchó una camioneta con bocinas que llamaba a conocer un nuevo paraíso terrenal donde se podía comprar un terreno a bajo precio, pagar poco a poco, y construir la casa de sus sueños.
Uno y otro me platicó con un brillo en la mirada que soñaban con dejar de pagar renta y tener la casa propia. De hecho, sin parecer exagerado, podría decir que siempre que conversábamos sobre esto, mis tíos, mi madre, mi abuela, mi padre, terminaban con la frase: ¡Imagínate, tener casa propia!
Fue así como aprendí de mi familia que tener una casa propia es sinónimo de libertad, ser libre es tener la certeza de que tendrás a donde llegar, cocinar, bañarte, comer, descansar. Todo mundo debería tener esa libertad.
Un domingo de 1969 mi tío Nacho logró convencer a mi padre de ir a visitar ese paraíso prometido.
Fueron a la Merced y, efectivamente, allí estaban los promotores de venta de terrenos en una camioneta listos para salir a mostrarlos. Un par de horas después llegaron al terreno pantanoso y salitroso, encharcado, con lodo podrido, con algunas casuchas levantadas.
Meses después allí empezaron a construir su sueño de libertad y a forjar mi infancia en medio de lo que alguna vez fue un lago.
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“Miles de niños al borde de la muerte por hambruna” “Crisis humanitaria” ”urgente la intervención nacional e internacional en Ciudad Nezahualcóyotl”, palabras más, palabras menos es lo que decían las páginas de la revista proceso en 1976.
En el reportaje en el cuál se hablaba también del documental de Arturo Ripstein *Quien Resulte Responsable*, que habían grabado desde 1969 y hasta 1975, se mostraban las fotografías de la miseria que prevalecía en ese lugar al que me llevaron a vivir o a morir, según se quiera ver, a los dos años. Juro por Dios que una de las fotografías en las que aparece un niño pobre en medio de la nada es una que me tomaron un día desde un Volkswagen rojo afuera de mi casa.
Lo tengo muy presente porque era medio día y dos hombres en un VW me apuntaron una y otra vez con enormes cámaras fotográficas y a mi me llenó de miedo que lo hicieran porque creía que podían robarme y separarme de mis padres. Habría tenido unos 6 años para entonces.
Eran tiempos muy convulsos para un niño.  
Además de las historias de robo se decía que extraterrestres vendrían por los niños y se los llevarían en sus naves interplanetarias, que los comunistas se los llevaban a campos en donde los quemaban o que les daban pastillas para que no tuvieran hijos. Cuando el río suena es que algo lleva. Lo entendí después: Para esos años estaba muy fresca en la memoria de la gente la llegada del hombre a la luna, la información que llegaba de rebote de los campos de concentración nazi y las políticas de planificación familiar que por primera vez se implementaban en México. 
Estudié periodismo y comunicación en la UNAM. Hice una investigación en la clase de reportaje de fondo sobre Ciudad Nezahualcóyotl. Fue cuando descubrí el reportaje de Proceso, realmente me impactó. Era yo parte de esos niños que decían en la publicación que estuvieron a punto de morir por esa grave crisis humanitaria, sin acceso al agua potable, a los alimentos, a los servicios de salud, a la seguridad pública, a lo más básico, aunque realmente yo nunca me vi ni me sentí así.
No me imagino a mis padres en ese sueño de libertad y de supervivencia. Fueron unos héroes. ¡Cuánto amor!¡Cuánto arrojo!¡Cuánta seguridad de forjar un destino propio! Mira que decidir llevarnos a donde no existía nada y darnos todo, porque eso si puedo decir, no existe en mi memoria ocasión alguna en la que haya sentido sed o hambre o frio en aquel momento. Nunca faltó alimento, ni agua en la casa, ni ropa. Quizá juguetes el día de Reyes, aunque tampoco, porque en el IMPI, nos sentaban recargados en la pared y luego nos daban juguetes baratos pero muy útiles, de hecho, fue así como tuve mi primer ring de lucha libre y mi primer pizarrón. 
La sed la conocí unos 20 años después, en Guerrero, una vez que, como reportero del periódico Reforma, fui a cubrir una matanza de campesinos a una comunidad de un municipio que se llama Ayutla de los Pobres, a varias horas de camino, y tuve que tomar agua de un charco, de una lluvia de días anteriores, porque no la había por ningún lado.
También en Guerrero conocí el hambre. Caminamos durante horas y horas por caminos terregosos buscando historias de guerrilla y no encontramos en el camino gente, tiendas, hasta que en medio de un sol abrazador finalmente llegamos a una comunidad en donde una señora se acomidió y nos dio de comer los dos huevos de gallina más ricos que jamás he probado en mi vida.
Pero de niño no conocí ni la sed ni el hambre. Lo más grave que me pasó fue entrar a los baños del Instituto Mexicano de Protección a la Infancia el día que me llevaron por primera vez a una escuela porque olía a orines y estaban realmente apestosos; una experiencia traumática que más bien lo fue porque ese día me separé por primera vez de mi madre, y porque la maestra nos llevó a todos los niños formados al baño y nos sentó afuera para que pasáramos uno por uno.
Viví una infancia feliz. Así debería ser la infancia de todos los niños del planeta. Jugaba con mi ring cada vez que regresaba de la escuela, mientras mi papá me contaba cómo era con él, Santo el enmascarado de plata, ya que trabajaba como su carpintero.
Me imaginaba historias.
Jugábamos en la arena.
A veces perseguíamos las avionetas que nos aventaban comida, pelotas o propaganda, y allí andamos corriendo por las calles intentando agarrar algo de lo que caía del cielo. Nunca conseguí una pelota. La primera que tuve me la regaló una maestra de nombre Elba Esther Gordillo Morales una vez que fuimos a una reunión en la calle de al lado de mi casa, Paloma Negra, invitados por su tío “Don Chupapús”, quien le organizaba mítines para que fuera diputada por primera vez. Pero esa tarde no sólo tuve mi primera pelota, también conocí lo que era el cine, pues proyectaron en una gran pantalla una película, y mucho mejor, conocí a un personaje de película que verdaderamente marcó mi vida, y aunque siempre que lo comento no falta quien se burle de mí, lo puedo decir con mucha responsabilidad: Kalimán, el hombre increíble.
Fue esa película la que me hizo entender que la mente tiene un poder ilimitado, que todo, absolutamente todo lo construido y hecho por el hombre parte del pensamiento o del control de este y de las emociones: *No hay fuerza más poderosa que la mente, quien domina la mente lo domina todo!, decía Kalimán.
” Serenidad y paciencia, mucha paciencia”, decía mientras se encontraba en las peores circunstancias. “La habilidad y la inteligencia son más poderosas que la fuerza bruta” …
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Regresaba del Colegio de Ciencias y Humanidades Oriente al filo de las 9 de la noche. Antes de meter la llave a la puerta de mi casa, me percaté que una patrulla se me acercaba. Los policías descendieron rápidamente y sin darme tiempo de nada, ni explicación alguna, me jalonearon mi pelo largo y me pusieron contra la pared, piernas y brazos extendidos para una revisión, les dije que era un abuso y recibí un golpe en las costillas que me dobló y me sacó el aire.
Quedé tendido en el suelo. El ruidero hizo que salieran mis padres, alcanzaron a mirar la patrulla mientras me levantaban del suelo. Allí conocí al mismo tiempo el odio y la injusticia. Al día siguiente mi padre me llevo a la comandancia de la policía municipal de Nezahualcóyotl. El comandante que parecía un cerdo con uniforme policiaco nos dijo cínicamente que nos alegráramos de que no hubiera pasado la noche en la galera, porque estaban haciendo “razzias” y deteniendo a todo joven que anduviera en la calle después de las 8 de la noche, para evitar que anduvieran delinquiendo o drogándose. Exigimos castigo a los policías por actuar con brutalidad. Obvio, nada ocurrió. Allí conocí la impotencia.
Decidí que nunca más permitiría que nadie pudiera pisotear mi dignidad. Ese día nació un justiciero, un libertario, un rebelde, un luchador social, un defensor de la gente.
El CCH, semillero de activistas políticos de izquierda fue campo fértil para entrar a la lucha política y social, a la defensa de los jóvenes. El destino me llevó a la búsqueda de las libertades, a su defensa y comencé a participar en el Movimiento Revolucionario del Pueblo.
El inicio de mi militancia en ese grupo opositor que había sido heredero de movimientos guerrilleros coincidió con una convocatoria del rector Jorge Carpizo Mc Gregor para elegir a los primeros consejeros universitarios representantes de los estudiantes y profesores del CCH. En la clase de historia, el profesor Cuauhtémoc nos dijo, la trece tesis de Marx sobre Feuerbach dice que lo importante no es interpretar el Mundo, sino transformarlo. Y me conminó a inscribirme en la elección de consejeros. Dos de mis compañeros me llevaron casi a rastas. Opté por la transformación del Mundo.
Fue una elección indirecta. La comunidad estudiantil de los cinco planteles del CCH, tenía que escoger a ciento veinticinco electores propietarios y ciento veinticinco suplentes. Yo fui el último de los electores suplentes, pues saqué tan solo tres votos.
A la hora de que los electores propietarios tenían que elegir al consejero estudiante, argumenté que, aunque fuera suplente tenía derecho a ser consejero. Convencí y gané la votación. Conmigo allí el plan del rector Carpizo había fracasado pues la apertura democrática en la UNAM para integrar estudiantes ceceacheros al Consejo Universitario pretendía que le dieran un aval a las reformas que propondría el siguiente año y que básicamente afectaban al bachillerato.
Fui su opositor acérrimo. Las reformas que proponía Carpizo no eran otra cosa que la privatización de la educación media superior y superior. Miles de jóvenes como yo perderían el sueño de ser profesionistas por la incapacidad de pagar su propia educación con ello el sueño de libertad para reducirlos a todos a súbditos y esclavos. Fue por eso por lo que la noche del 12 de septiembre de 1986 en la sesión del Consejo Universitario me opuse tajantemente a la reforma junto con otros cuatro consejeros estudiantes y soportamos los intentos de humillarnos al llamarnos porros, irracionales, miserables, violentos y decenas de calificativos más, proferidos por el séquito de burócratas del rector colocados como investigadores, profesores o directores de las escuelas de la UNAM.
En mi última intervención de esa noche en el Consejo Universitario me levanté y recorrí todo el salón y fui hasta la mesa del presídium y allí puse las miles de firmas de los estudiantes de CCH que días antes había recolectado, salón por salón, en contra de la reforma universitaria.
Minutos después ocurrió la votación, pero los consejeros universitarios de Ciencias, Economía, Trabajo Social, Piscología y yo del CCH, anunciamos que nos retiraríamos y que nos abstendríamos de votar en la votación por ser arbitraria y antidemocrática y arengamos la frase de Espartaco. “Nos vamos, pero regresaremos y seremos millones”.
Salimos de la Torre de Rectoría en donde sesionaba el Consejo Universitario. Y en la explanada intentamos consolarnos. Acordamos informar a la comunidad universitaria y llamar a la movilización. Activamos el movimiento estudiantil en la figura de el Consejo Estudiantil Universitario (CEU). Confieso que lloré de impotencia por los insultos. Era ya de madrugada y hacía frío. Nos despedimos en medio del silencio de la noche. Yo me quedé sólo y eché a caminar por la avenida insurgentes, llorando, sólo, con mis 18 años a cuestas, con frío en el cuerpo y en el alma, recorriendo a pie todos los kilómetros de CU al metro insurgentes para irme de regreso a casa una vez que empezara a dar servicio.
El CEU creció. Regresamos y fuimos miles. Llenamos la plancha del Zócalo. La reforma de Carpizo no pasó. En tanto yo terminé mi carrera de licenciado en periodismo y ciencias de la comunicación colectiva.
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Afortunadamente un grupo de empresarios regiomontanos decidieron hacer un periódico en la Ciudad de México. Ya editaban El Norte y El Sol (el único sol que salía por la tarde porque era un vespertino). Acudí a su convocatoria y pasé todos sus filtros y exámenes. Pronto me mandaron a capacitar a Monterrey en donde empecé mi carrera reporteril en la sección de noticias locales.
Unos meses más tarde ya formaba parte del equipo fundador del periódico Reforma. Dejé de lado mi intento de ser dramaturgo y de hacer teatro. Había montado una obra que escribí sobre los 500 años de la Conquista y participado en apoyo de pastorelas y montajes infantiles.
La imperiosa necesidad de trabajar me había alejado de la política universitaria. Para mi mejor, porque en ese camino, y en el trabajo en Reforma, me enamoré más de dos de las libertades más hermosas que puede tener un ser humano: la de pensamiento y la de expresión que son tesoros preciados de oro para cualquier ser humano porque gracias a ello puede actuar y comunicar sus emociones.
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Este 2018 cumplí cincuenta años.
Si miro hacia atrás puedo dar cuenta que el camino no ha sido fácil, que he tenido momentos muy difíciles, muchos fracasos, decepciones, derrotas.
La lista de infortunios podría ser larga, pero al mirar atrás también me doy cuenta de que he tenido muchos propósitos, miles de sueños, anhelos, utopías, y que siempre he hecho algo y no me he quedado con las ganas de haberlo intentado.
Puedo decir que lo más importante en ese camino es que siempre he estado rodeado de grandes seres humanos, amigos, amigas, mi familia, que han soñado conmigo, que ha querido crecer conmigo, que me han permitido caminar o han caminado conmigo a su paso o al mío, gente que me acompaña y que me ha hecho saber que nadie está sólo, que siempre hay luces de esperanza, alegría, y que hay posibilidades de sonreír y encontrar bellos lugares en el horizonte a donde ir.
Si pudiera le daría a cada uno un enorme abrazo y mi agradecimiento profundo por cada momento, idea, sonrisa, tristeza, intento, enseñanza, aprendizaje, mensaje, palmada; por cada sufrimiento, éxito, logro, transformación, cambio, construcción, conversación, intercambio; por cada ayuda, por cada sueño.
He recorrido mis primeros cincuenta. Voy por la otra mitad. Los quiero caminar con la felicidad como modo de vida. Como hasta ahora, y aunque no me gustan los gerundios, lo diré así, creando, dando y dando más, aprendiendo a morir, y disfrutando envejecer físicamente, que no es otra cosa que aprender a vivir con lo que el paso de los años te va quitando.
Podría hacer una larga lista de momentos de mi vida, de luchas, de proyectos, de situaciones, ¡Qué no se ha acumulado en 18 mil 250 días respirando en el planeta!, Desde haber conocido a los seis años en Neza a Neil Armstrong el primer hombre en pisar la luna, hasta pasar por las luchas estudiantiles o la exigencia en las calles en 1988 del reconocimiento de Cuauhtémoc Cárdenas como Presidente de México, o los momentos en los que como reportero del Reforma contribuí a destapar el fraude y la cloaca del Fobaproa, o la publicación del libro de la Revolución de Terciopelo o la Fábula del Sol y de la Luna; podría hablar de cómo hicimos el edificio del IEEM y mi participación como Consejero Electoral en ello y en la lucha por hacer elecciones libres en México, o de como juzgue como autoridad, legales pero inmorales las elecciones del año 1999 en el Estado de México, o de como reduje el costo de las elecciones en 2003, o de mi papel en uno de los mejores gobiernos que ha tenido el municipio de Ecatepec en su historia; o quizá podría hablar de los proyectos de emprendimiento con lo que hemos ayudado a cientos a poner sus negocios, o de mi humilde labor para ayudar a combatir la pandemia de la diabetes a través de una Cámara Hiperbárica; o quizá podría hablar de por qué los primeros días de enero de 2017 andaba trepado en un camión en el zócalo de la CDMX protestando contra el alza del precio de la gasolina, o frente a la embajada de los estados unidos por la llegada de Trump al poder… podría hacer una larga lista de todas esas cosas, pero la verdad sería muy aburrido hablar de ello y quizá a los casi 100 esté ya listo para terminar mi autobiografía.  
Llego equilibrado, pleno, saludable y muy feliz a la segunda parte de mi vida. Disfruto del amor y he aprendido a dejarme amar y a amar, a renunciar a los egoísmos y me bato día a día incasablemente, como guerrero en batalla a muerte, contra el ego y la soberbia, el peor de los pecados capitales.
La mayor parte de las cosas me ocupan y no me preocupan.
La que menos que menos me preocupa es la edad. Si antes no me había dado cuenta de la edad, hoy menos, porque la edad te limita. Fue por eso por lo que declaré formalmente que dejaba de tener edad, porque limita. Si yo me dejara llevar por la edad, seguro no me habría lanzado a las cascadas, ni enamorado, ni tendría la idea de recorrer largos caminos en motocicleta o de emprender nuevos proyectos que llevan tiempo.
Por un momento pensé que me quedaba menos tiempo de vida que el que he vivido hasta ahora y que debía, por tanto, vivir con la máxima intensidad los años que me quedan. Pero no recuerdo un solo momento de mis días anteriores a hoy que no haya vivido cada momento con alta intensidad o con la idea de que cada día podría ser el último día de mi vida.
De hecho, no me había dado cuenta el paso de tantos años (porque 50 son tantos) antes de hoy y que mi piel empieza a mostrar los signos de la edad madura. Esta mañana me he mirado al espejo y me he conocido como soy físicamente. Sinceramente, se los digo, con un poco de vanidad, me siento con razones para que en lugar de ir a esconderme salga a mostrarme al mundo (aquí debería escribir una carita con el guiño de un ojo)
Este año ha sido especial para mí. A veces he pensado que es cabalístico por lo simbólico en mi vida. Mi hija más pequeña ha cumplido 10 años, ya será adolescente. Mi otra hija cumplió 15 años (y por cierto su regalo de cumpleaños lo fue más para mí que para ella porque me hizo vencer muchos miedos con sus deportes extremos) y mi hijo mayor, justo cumplió mayoría de edad el mismo día que yo mis cincuenta. Cosas de la vida, yo jamás lo hubiera planeado así, el nació un 23 de julio como yo. Este año iniciará su experiencia de estudiante universitario en la carrera de física, reforzará su carácter independiente y, algo muy importante, podrá sacar su INE, así que deberé esforzarme más para que siempre vote por mí.
A mis cincuenta años de edad me anclo al futuro con más fuerza y ánimo, escribiré, leeré el tarot gratuitamente siempre, apoyaré donde mis humildes esfuerzos sean necesarios, lucharé como toda mi vida contra las injusticias donde quiera que existan, trabajaré incansable por los sueños de libertad y los anhelos propios y los colectivos, desempeñaré leal y patrióticamente los encargos de mi pueblo, seguiré actuando siempre conforme a principios y valores de justicia, honestidad, lealtad, solidaridad.
Pero, sobre todo, daré gracias, muchas gracias, siempre gracias, por la hermosa vida y por permitirme tener muchos amigos y estar a su lado; y por no convertirme en lo que tanto critico; y por el reto de intentar siempre ser congruente entre lo que siento, pienso, hablo y hago.

Voy por los otros cincuenta con más sueños de libertad que nunca, hasta que un día, que irremediablemente llegará, mi mente mire como toda la luz a mi alrededor se concentra en solo punto para luego, como ráfaga, salir disparada al infinito, dejándome sin respiración, y liberando por fin mi alma, esa luz brillante interior, motor de mis emociones, de mi cuerpo inerte. 


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